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Fidel Preto camina hacia el cadalso. Encadenado de pies y manos, da pasos cortos debido a la estrechez que hay en la separación de sus piernas. Va escoltado por seis guardias y un sacerdote, quienes llevan el ritmo de una procesión. Solo se escucha en el recinto sepulcral de ejecuciones, los pasos arrastrados del condenado y el sonido de las cadenas que lo sujetan. 

El traje de color naranja que lleva, se ve pulcro y planchado. Su cara recién afeitada luce serena y parece no sentir ningún temor ni remordimiento.

Al subir a la plataforma, el verdugo vestido de negro con una máscara del mismo color, lo agarra de un brazo para ubicarlo en el centro del lugar.

El sacerdote con la biblia en la mano se acerca, lee el versículo Isaías 41:10, reza un Padre Nuestro y un Ave María. Al concluir, moja su pulgar con el aceite que lleva en un frasco pequeño para frotarlo sobre la frente del condenado.

Fidel al sentir el líquido aceitoso en la frente, cambia la expresión de su rostro, comienza a sudar a chorros y sus piernas flaquean. En ese instante, los rostros con expresiones de terror de las 53 mujeres que había asesinado giran a su alrededor. Una dosis de remordimiento proveniente de una nube negra, penetra como un rayo en su cabeza para apoderarse de él. Una buchada del mejor desayuno que había ingerido en su vida se incrusta en su garganta, impidiéndo el paso de aire hacia los pulmones.

Su cara toma un color violeta, sus ojos enrojecidos salen de sus órbitas y por la asfixia que sufre, dobla su torso para caer al piso convulsionando, al tratar de expulsar lo que le impide respirar. No hubo tiempo, para que el hombre de negro cubriera con una capucha ciega la cabeza de Fidel, enlazara su cuello con la  soga anudada, abriera a la hora establecida la compuerta sobre la que lo paró, y así, causar su muerte por ahorcamiento al caer de manera brusca al vacío.

Acostado en el piso del cadalso, el médico que debía certificar su muerte se le acerca para examinarlo. Toca su yugular para medir el pulso. No hubo respuesta, el corazón había dejado de latir.

El condenado no murió ahorcado, murió ahogado por la venganza de las 53 almas que vinieron desde el más allá para reclamar su muerte, sin que ninguno de los presentes lo notara.

Oscar Sanguinetti

Oscar Sanguinetti (1962). Barinas, Venezuela. Egresado de un Instituto Universitario de Tecnología. Escritor autodidacta, que descubrió su interés por las letras en 2009, cuando se acercaba la hora de retirarse del ejercicio profesional. Comenzó escribiendo cuentos cortos. Luego escribió su primera novela, y una segunda obra donde relata a manera de ficción todo lo que experimentó en su última experiencia laboral. Hoy día, es miembro del foro chat de Corrección Perpetuum escuela de escritores de Caracas. Todavía se considera un aprendiz de escritor.


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