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Apoyó su cabeza sobre la mesa, le gustaba hacer eso mientras ordenaba las piezas en el tablero de ajedrez, le daba perspectiva y se sentía como en los viejos tiempos, cuando comandaba tropas y la gente le hacía caso. Siempre jugaba con las negras. Una de las ventajas de dejar la cabeza apoyada en la mesa era que evitaba girarla a cada segundo para ver la puerta que había a sus espaldas. En realidad la habitación era sencilla, casi absurdamente sencilla, blanca y fría. Tenía solo dos puertas: una adelante, a espaldas de quien ocupara la silla de las blancas, y otra detrás de la silla de las negras. Sabía a donde iba cada puerta, pero nunca había abierto la que estaba detrás. La puerta de adelante era negra y tenía un grabado dorado en forma de cono con la punta hacia abajo, con divisiones y garabatos en latín. Los detalles del grabado y las referencias se hacían infinitas a medida que alguien intentaba leerlas, los nombres aparecían y desaparecían, se movían para hacer espacio a los nuevos y se tachaban cuando dejaban de tener significado. Esa era la “entrada” y cada un tiempo alguien la atravesaba, caminaba por la sala, y salía sin prestarle atención. Del otro lado estaba el infierno.

La segunda puerta era a la vez más simple y misteriosa. Era completamente blanca y no tenía ningún detalle. Del otro lado estaba el olvido, la nada, todo aquello que representa las más infinitas contradicciones de la mente humana. La nada existía solo durante el instante que la puerta estaba abierta y dejaba de existir cuando se cerraba. Quien la atravesaba no tenía tiempo para caer en la locura porque, una vez dentro, se fundía en lo inexistente.

Deseaba entrar en la puerta más que nada en el mundo. Su espera se había tornado demasiado larga y monótona. No dormía, no comía, solo pensaba. Tampoco necesitaba comer o dormir, realmente no necesitaba nada, solo que pasara el tiempo y que las personas que faltaban entraran por la puerta negra. El problema es que las personas que faltaban eran muy específicas, la puerta se abría constantemente y la gente pasaba por su lado. Llevaba poco más de dos siglos en ese lugar y había visto personas de todas las culturas salir del infierno y entrar al olvido, vestían ropas de distintos momentos históricos y hablaban lenguas vivas y muertas. Una vez vio algo que parecía un cavernícola y que, según le había explicado Pedro, lo era. “Es el que más ha tardado hasta ahora Luisito, no supo cómo funcionaba todo el tema y se demoró de más” había explicado Pedro cuando le preguntó. No había visto nunca a Pedro, solo conocía su voz y las frases cortas que podía decir. Él trabajaba en la parte superior del edificio, que comenzaba en el piso siguiente al suyo. Se llamaban por teléfono, que era el único otro objeto que había en la sala además de la mesa, las sillas y el juego de ajedrez. No necesitaba marcar ningún número porque solo podía comunicarse con el piso superior. Las conversaciones eran cortas porque Pedro tenía demasiado trabajo. Una vez le preguntó cómo era su oficina y se sorprendió por la similitud de la descripción. El piso superior era igual, la única diferencia era que la puerta que estaba frente al escritorio era blanca y la que estaba a espaldas de Pedro era doble, cada hoja estaba hecha de oro macizo y tenía un grabado blanco que mostraba un cono con la punta hacia arriba. El escritorio, a diferencia de su mesa, solo tenía un conjunto de hojas con nombres anotados. Siempre eran las mismas hojas pero con distintos nombres. Pedro tenía un trabajo muy simple, veía entrar gente y tachaba nombres de la lista, nunca había errores, nunca había preguntas y nadie había intentado jamás no anunciarse o negarse a entrar por las puertas.

Su caso era distinto, él no trabajaba en el edificio, solo tenía que ocupar esa mesa y jugar al ajedrez contra un número finito de personas, las había memorizado y se dedicaba a esperarlas. En realidad nunca aprendió los nombres, solo los sabía. Tal vez eso también formaba parte de su tormento. Su castigo era distinto al de los demás. Por un lado, a él no le tocaba estar en el infierno, se lo habían explicado en una carta cuando había entrado, hacía más de doscientos años: “falta de compatibilidad y/o sobrecarga respecto a los pecados existentes”. Nunca lo entendió del todo. La carta desapareció al segundo día y la recordó nuevamente cuando se dio cuenta de cómo funcionaba su castigo.

Las conversaciones con Pedro le habían dado una noción del proceso infernal. Cada persona que entraba recibía una tarea. Cuando la terminaba, podía subir hasta el primer subsuelo (que era donde se encontraba su sala) y atravesar la puerta del olvido. El infierno era terrible y la gente anhelaba el olvido. Nadie sabía muy bien que pasaba, pero todos coincidían en que no podía ser peor que lo anterior. No tenía idea de cómo se veían los pisos inferiores o los superiores a la sala de Pedro, tampoco le interesaba.

Su castigo estaba muy cerca del fin, solo le quedaba una persona: Jean. No sabía cómo se veía ni si tenía apellido, pero tampoco importaba. Solo sabía que cuando entrara en la sala se sentaría frente a él y jugaría una partida de ajedrez. Durante los últimos años había aprendido a jugar bastante bien y conocía varias técnicas. Sin embargo, cuando jugaba contra alguien siempre perdía. No era una cuestión de habilidad, era puro simbolismo. Su listado mental incluía varios cientos de personas. Habían ido descontándose lentamente, algunas veces venían varios en un día y otras pasaban meses sin que nadie nuevo apareciera. Los recordaba a todos, los cientos de Pierres y Jeanes, y las decenas de Antonietas, Maries y Paulettes. Había jugado con cada uno de ellos y con cada uno de ellos había perdido. Para sus rivales era el último paso de un castigo, para él era solo una interrupción a la espera casi infinita que representaba el suyo.

Ese día estaba un poco más ansioso de lo normal. Unas mañanas antes lo había llamado Pedro y le había dicho “Luis, el último está terminando”. Eso significaba que Jean, el último Jean, estaba terminando su castigo y jugaría contra él en los próximos días. Y luego de eso podría levantarse y entrar por la puerta del olvido.

Esos días, desde la llamada, había pensado mucho en el día de su muerte. Recordó la masa de gente a las afueras de su casa, las miles de personas que insultaban y gritaban. No había sido una buena persona y sabía que merecía el final que recibió. No estaba muy seguro con respecto a su esposa, tal vez a ella se lo podrían haber dejado fácil, pero algo le decía que todos los castigos estaban expertamente diseñados. No la vio luego de ese día, tal vez pasó antes que él por alguna de las puertas o siguiera en alguno de los pisos. Tampoco le importaba demasiado. Sus muertes habían sido sangrientas, su último recuerdo en vida era la vista de esa multitud y el sonido de la hoja al caer. Después nada, solo despertar en la sala con la carta en la mano. No sabía cuánto tiempo había pasado desde su muerte ni qué había pasado con el resto del mundo. Cuando recordaba aquella multitud, podía ver claramente los rostros de las personas con las que jugaría al ajedrez en los años siguientes. Lo odiaban y él los entendía.

Se paró para estirar las piernas sin levantar la cabeza de la mesa y se sentó unos segundos después, había escuchado un ruido. La puerta negra se abrió y entro un muchacho de pelo dorado apagado, vestido con pantalones gastados y una camisa blanca con olor a harina. Se sentó frente a él sin decir palabra. Observó sus dieciséis piezas negras antes de comenzar su última partida. Movió cada uno de los peones y de los caballos y los vio caer. Sintió cierto dolor cuando perdió a su reina, pero no duró demasiado. Las piezas desaparecieron una a una del tablero y perdió la partida nuevamente. El muchacho se paró y salió por la puerta del olvido.

Decidió tomarse unos minutos para guardar el juego aunque no hiciese falta hacerlo. No habría otra partida luego de esa. Pensó en despedirse de Pedro pero lo descartó porque generaría un momento incómodo que no alegraría a ninguno de los dos. Se paró y tomó su cabeza. Abrió la puerta y dio un paso. Se desvaneció mientras pensaba: “Finalmente, jaque mate al Rey”.

Nicolás Vargas Rossi

Nicolás Vargas nació en 1993 en la Provincia de Mendoza, Argentina. Es Licenciado en Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, investigador y escritor. Su obra se centra en cuentos y novelas. Los primeros son publicados semanalmente en internet a través de la red social Medium y generalmente poseen temáticas realistas, costumbristas o fantásticas. Las novelas se encuentran sin publicar y varían entre la ciencia ficción y la fantasía.

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