por edicionesglasgow | Oct 3, 2024 | Relatos
«Esta rosa del desierto llama a la lluvia. Quien venera su presencia, acude como un condenado a sus melodías. Cada uno de los pasos que lo acercan a mí es una llamada de paraísos primigenios pese a que desconozco si lograré encontrarlo entre mis brazos para siempre. Aún perdura su estampa en este corazón que arrastra todas mis ilusiones. Mis huellas a ópera silente; porque no hay espíritu que lo pueda invocar y traerlo hasta mí».
Sus palabras susurran delineados a sol de invierno y nieve de verano. La habitación produce que su corazón latiera y lagrimeara, sin derramar una lágrima alguna. Reparte una caricia entre los barrotes; la jaula no está oxidada pero reposa en matiz bronce. Ahí perduran sus memorias. El cofre en que las ha sepultado resuena música. Melodías que silban una La crecida, que delinean un Re escrito con hilares de lana. Las Mi que hechizan los dedos que tocan sus hoscos rostros; esos revestidos con vidrioso orégano y laureles circunspectos. Delimita una forma de prestarle los ojos de sus manos. Vislumbra las alineaciones de los astros que pecan de inocentes.
El abrigo de sus rezos calma los sollozos del genuino imberbe con aroma a condenado; él matiza la arena con la que le calienta los pies. El orgullo de sus crímenes, signos de bosques y triadas de metal, esos que esgrimen una venía a sus denarios de dientes de leche y huesos de cimitarras; pigmentados con tinta indeleble para siempre en un pozo de ríos de paraísos sin final.
Él presta a callar sus sentires; él imprime sus huellas dactilares en un esbozo que musita un esgrimido de hazañas y recodos de piedras en el centro de su vesícula. Tiene hambre y viste de espejismos y cayenas. Ofrece café de uvas; pastel de zanahorias y ciruelas pasas que pastan con el rencor de las palabras mudas que se elevan, se elevan, se elevan con el futuro de los céfiros y el humo de adviento que hace el Amor con sus delicadas promesas.
Él abre la jaula. No persiste el juicio que lo condenó a vagar en la realidad sin siquiera moverse. Sus dedos se mueven, tejen un lagrimeo de lilas y árboles de lima. Las naranjas que crecen en su interior, que pare de vez en vez, de vez en vez, de vez en vez retienen los rostros infantiles de sus vástagos. Edifican pilares, consciencia con aroma a popurrí. Seda de huesos de besos. Desde el secuestro escriben una historia interminable; venenos y antídotos han trinado y sesgado a sus dominios; derrite a la razón de sus suspiros. Retira la sentencia en las nocturnas haladas que pregonan juntos; cada vez que abren las alas. Cada vez que fotografía su anatomía y la borda en el centro de su ombligo.
Cada tanto que cuenta el tiempo que anda y, con anhelantes rezos, describe a la fantasía justo a su sangre y altares. A él acude cada vez que se equivoca en las lecciones. A él confiesa sus dolencias; la magia punza y retiene lo poco de cordura que les queda. Comparten el lecho de plumas y piojos de ganso. Sobre ellos crecen flores cristalinas; la fiereza de sus voces al llamarse sin palabras hiere a sus engaños. Jamás se abandonarán el uno al otro, el otro al uno, el uno al dos.
Ambos son prisioneros y verdugos de su Amor, melodía decorosa que viste a la tumba de sus hilos rojos del Destino y muñecas con aroma a Sol. El otoño crece entre sus ramas: un firmamento anhelante de sal de mar. Un sueño que repite su ciclo de principio a fin con vestigios de cisnes y cigüeñas hechas de tejidos de papel. Hiela una brizna y recita la buena nueva de su historia en estos aquí y estos ahora.
Amor y dolor. Duermen y sueñan con ellos mismos; sueños de dulces cunas. Se anhelan, se quieren, con etéreo valor. Se anhelan, se quieren, con etéreo valor. Se anhelan, se quieren, con etéreo valor. Un lamento de sus ecos alcanza a rasgar el silencio que escuda sus penas que aguardan ante como monolitos colgantes de pies descalzos; ellos se abrazan, aún en la distancia. Ellos hacen el Amor siempre entre desnudadas pérdidas y reencuentros de crueldades magnánimas, tan sólo son dos soñadores radicales que se anhelan; tan sólo el firmamento y el mar que se llaman entre los bordes del tiempo. Están ahí, y se desmoronan, similares a un leve susurro; a un encanto. Un sagrado sueño que los unifica y en el que se buscan sin siquiera conocer sus nombres verdaderos.
Te invitamos a leer más textos de la autora aquí, en el Blog Colaborativo:
El heredero y el hijo
Vida por vida
Monólogo de hambre
Vanessa Sosa
Mérida, Venezuela (1986). Historiadora del Arte (2018) egresada de la Universidad de Los Andes. Actualmente, ejerce como Bibliotecaria en una institución. Es una escritora que se considera aprendiz y también autodidacta. Inició en el mundo de la escritura en el año de 2018 con pocos microcuentos y microrrelatos, que transformó después, en relatos más extensos. Se especializa en el género fantástico porque es el que más escribe, sin embargo, considera que hay mucho por mejorar.
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por edicionesglasgow | Sep 11, 2024 | Relatos
En esta celda en la que repaso tus huesos, tu carne astada, una rueca hila mis sentencias y cascadas. De benevolentes pieles de estrellas.
El gusano jugó conmigo una carantoña etérea, con ella hendí mi propio abismo, urdí un grimorio y te vi, sin una de tus cabezas depuestas.
La bala atraviesa su piel en el perfil del escamado corazón. La bala entona una balada de ídolos taciturnos.
Sumisa perla en la que pasto tus mejillas, dosificados pensares, medicinas endulzadas con hiel de menta, veneno para las hadas; colgada su piel desde la cintura de verídicos poemas.
Un Sumidero invoca mi nombre; no puedo derrotarlo a la distancia. La caja de música en la que reposo y bailo, envuelve la morada de la pulga a la que sirvo.
Tú, en cambio, bailarina de papel de seda, fosforecencia con aroma a incienso y lustrillo, susurras lo mucho que te amo. Entonces vislumbro tus ojos de botones de esmeraldas, y, con impulso férreo, recito polen y gamuza ante tus manos; produzco la tersura de tus rostros.
El hambre, la sangre que pulsa dormida en mis venas, me insta a parlar con soliloquios pues en mis más excelsos sueños de suelos de cantos rodados, sueño con abrirte como una flor.
Y devorarte.
Vanessa Sosa
Mérida, Venezuela (1986). Historiadora del Arte (2018) egresada de la Universidad de Los Andes. Actualmente, ejerce como Bibliotecaria en una institución. Es una escritora que se considera aprendiz y también autodidacta. Inició en el mundo de la escritura en el año de 2018 con pocos microcuentos y microrrelatos, que transformó después, en relatos más extensos. Se especializa en el género fantástico porque es el que más escribe, sin embargo, considera que hay mucho por mejorar.
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por edicionesglasgow | Sep 10, 2024 | Relatos
Fidel Preto camina hacia el cadalso. Encadenado de pies y manos, da pasos cortos debido a la estrechez que hay en la separación de sus piernas. Va escoltado por seis guardias y un sacerdote, quienes llevan el ritmo de una procesión. Solo se escucha en el recinto sepulcral de ejecuciones, los pasos arrastrados del condenado y el sonido de las cadenas que lo sujetan.
El traje de color naranja que lleva, se ve pulcro y planchado. Su cara recién afeitada luce serena y parece no sentir ningún temor ni remordimiento.
Al subir a la plataforma, el verdugo vestido de negro con una máscara del mismo color, lo agarra de un brazo para ubicarlo en el centro del lugar.
El sacerdote con la biblia en la mano se acerca, lee el versículo Isaías 41:10, reza un Padre Nuestro y un Ave María. Al concluir, moja su pulgar con el aceite que lleva en un frasco pequeño para frotarlo sobre la frente del condenado.
Fidel al sentir el líquido aceitoso en la frente, cambia la expresión de su rostro, comienza a sudar a chorros y sus piernas flaquean. En ese instante, los rostros con expresiones de terror de las 53 mujeres que había asesinado giran a su alrededor. Una dosis de remordimiento proveniente de una nube negra, penetra como un rayo en su cabeza para apoderarse de él. Una buchada del mejor desayuno que había ingerido en su vida se incrusta en su garganta, impidiéndo el paso de aire hacia los pulmones.
Su cara toma un color violeta, sus ojos enrojecidos salen de sus órbitas y por la asfixia que sufre, dobla su torso para caer al piso convulsionando, al tratar de expulsar lo que le impide respirar. No hubo tiempo, para que el hombre de negro cubriera con una capucha ciega la cabeza de Fidel, enlazara su cuello con la soga anudada, abriera a la hora establecida la compuerta sobre la que lo paró, y así, causar su muerte por ahorcamiento al caer de manera brusca al vacío.
Acostado en el piso del cadalso, el médico que debía certificar su muerte se le acerca para examinarlo. Toca su yugular para medir el pulso. No hubo respuesta, el corazón había dejado de latir.
El condenado no murió ahorcado, murió ahogado por la venganza de las 53 almas que vinieron desde el más allá para reclamar su muerte, sin que ninguno de los presentes lo notara.
Oscar Sanguinetti
Oscar Sanguinetti (1962). Barinas, Venezuela. Egresado de un Instituto Universitario de Tecnología. Escritor autodidacta, que descubrió su interés por las letras en 2009, cuando se acercaba la hora de retirarse del ejercicio profesional. Comenzó escribiendo cuentos cortos. Luego escribió su primera novela, y una segunda obra donde relata a manera de ficción todo lo que experimentó en su última experiencia laboral. Hoy día, es miembro del foro chat de Corrección Perpetuum escuela de escritores de Caracas. Todavía se considera un aprendiz de escritor.
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por edicionesglasgow | Sep 6, 2024 | Relatos
Acudí a tu tumba esta mañana, ante tu estampa dormida arropaste mi mano con tus céfiros e imaginé la gracia de tus dedos sonriéndome. Nunca me viste a los ojos, eras tímido de corazón aunque un racimo de ellos esperó como uvas a que colmaran mis abismos. Donador de nuevos relatos, a ti te doy las gracias porque por tu causa, estoy vivo. Gracias a la música de tu millar de corazones que descansa en mí que he vuelto a nacer: como un nuevo espíritu al que la sorpresa visita cada día, y, se sorprende, por todo lo que revelaron tus labios cuando yo no podía hablar por mi mudez y quebranto de luz de dulce cuna.
Siento mucho lo que ocurrió; me lo dijiste al oído. Susurraste siempre palabras que quise escuchar, desde que existimos en este universo sin sentimientos. Me alejé de ti por miedo, porque ya no te reconocía, porque tus colores ya no congeniaban con las acuarelas de mi cosmos pero, a pesar de que ya no estás aquí, te sueño otra vez convertido en un heraldo de amores secretos. De distantes promesas acostumbradas a demostrar sus eones entre cartas de tarot. Con la ingenuidad de mi lado, desnudé mi alma para que tus flores y las mías crecieran en nuestro jardín de juventudes etéreas, y ahora, que me pierdo en ese recuerdo, me veo aún entre tus sueños de labrados sueños, siempre tenues entre brumas, musas y tintas.
Te he dibujado en cartas, aunque no puedo leerlas para ti. Deslizo por ellas mis dedos por tus ojos, deslizo mis labios para amar tu silueta puesta en el féretro de mis memorias. Me diste una nueva oportunidad, y, pese a todo, a lo que hiciste, por abandonarme, no guardo rencores en mí. Quisiera decirte que fui tuyo mucho antes de que las estrellas cayeran. Fui tuyo cuando nacimos y es en esta eternidad viva en la que te puedo nombrar, crucificado y repleto de cenizas, bajo los halos de colores y las risas que te dedico ahora.
En cada espacio de espacios en el que te pienso, imagino como hubiera sido ascender contigo desde el tren y navío que guío nuestra niñez por ese camino amarillo, dirigido hacia el palacio de los dulces donde ahora vives, donde puedo soñarte sin manchas. Por favor, guíame ahora que vivo de tu recuerdo, revela como provocabas que el universo fuese más noble que tú. Tú con tu ectoplasma que se presenta a veces en mi morada, y me recita las cosas que siempre quise escuchar, esas que hablan acerca de avecillas, de océanos, de rosas y de cómo fue brillar conmigo cuando aparecí en esa misma colina en la que ahora reposas y te niegas a abandonar.
Porque te convertiste en mi primer y último beso; también vives del recuerdo. Fuiste un genuino Adán para esta Eva con miembro, y en el jardín que construimos, donador o no de órganos musicales, me diste una nueva oportunidad para vivir en paz. Te ruego, que me observes desde el firmamento del que caen el millar de luciérnagas, con las que hilo tu nombre entre mis siembras de nuevas hortalizas, esas que viven bajo el amparo de las sombras y rocíos que, esperan también, el devorarme.
Soy yo el que ahora conserva tus poderes, bestia de desnudados huesos. Hoy, es mi turno de rezar las oraciones con las que mis manos pueden quebrar las realidades y fantasías de flores de sandías y naranjas; edifico ciudades de lunas tristes en este aquí y en este ahora. Mi adornada eternidad.
Vanessa Sosa
Mérida, Venezuela (1986). Historiadora del Arte (2018) egresada de la Universidad de Los Andes. Actualmente, ejerce como Bibliotecaria en una institución. Es una escritora que se considera aprendiz y también autodidacta. Inició en el mundo de la escritura en el año de 2018 con pocos microcuentos y microrrelatos, que transformó después, en relatos más extensos. Se especializa en el género fantástico porque es el que más escribe, sin embargo, considera que hay mucho por mejorar.
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por edicionesglasgow | Sep 6, 2024 | Relatos
«¿Piensas que vas a escapar, así, desgraciada? ¡Dónde pusiste mis ojos, hija de las remilputas!».
El proyectil no alcanzó a darme. Escuché la carga del arma, la escopeta pues. Se incrustó en la pared del centro comercial al que había huido despavorida. Estaba en una realidad alternativa donde ellos, o más bien ella, recién nacida, estaban cobrándome las de Caín que les habías hecho pasar en su universo recién construido. Pero, ¿qué culpa tenía yo? Todos mis personajes me salían como me salían; no era mi intención el dejar ciego o ciega, a Meiridíanar. Después de todo ella era una en un millón, poseía la capacidad para observar todo a través del contacto con sus pies al ras del suelo.
«¡Perra malparida, no te nos va a escapar!» gritó otro de mis niños en la lejanía, aunque se escuchaba cerca, como si se tratase de un aparecido de los mitos y leyendas venezolanas que nos solíamos contar para asustarnos, en pijamadas, cuando era una chiquilla. Y aunque no copio ninguna para escribir y derrochar mi imaginación, Pesgonisil también me buscaba. Él podía oler mi aroma, el aroma de mi periodo, tenía el olfato sobre desarrollado. Él era una bestia. Custodiaba a su Dilalndor quién se encontraba sobre su hombro derecho. Tan ligera y astuta como una reina.
«Mamá, ¿por qué huyes? ¿No ves que queremos conocerte?» noté como sus piecitos tocaron el suelo cuando la bestia la dejó caer y ella se acercó a mí hasta encontrarme.
«ABRAZANOS, MAMÁ» tres tonos de voz manaron de los labios de la niña. «TE AMO, ERES NUESTRA AMA».
Cuando la cabeza de la niña se torció un poco me tapé la cara.
«¿Por qué le diste botones por ojos a tu hija más querida?» dijo la niña con una risita risueña que me arrancó un escalofrío. «A mí ME diste UN vestido MUY sucio. QUIERO BESAR TUS MEJILLAS, MAMÁ».
Sus tonos de voz se alternaban. La de la niña, las otras y yo me oriné en mis pantalones del miedo. Ellos eran personajes de mis historias de terror, salieron de mi mente en sueños, y ahora, trataban de asesinarme. Por eso, antes que la pequeña me tocara con su manita, que podía trocear todo con un mero toque, corrí antes de que me volaran la cabeza con el proyectil que esquivé apenas y por suerte.
«¿Así tratas a tus hijos? No nos abandones, mustia de quinta» las palabras, los insultos, me dolían pero debía escapar o la libraría de ese modo.
¿Cómo había acontecido este suceso? Simple, iba a participar en un concurso de cuentos de terror y ahora, los desgraciados de mis hijos, que no sé cómo infiernos, habían emergido de las paredes de mi cuaderno. Tenía un concurso que ganar, o algo así, pero ahora me preocupaba más el sobrevivir. Si participaba y tenía la suerte de ganar les daría un lugar mejor a todos ellos, pero como bien lo ven, ahora no importaba nada de nada. Salvo la supervivencia.
Contemplé en el trayecto a mis hijos más hediondos, los que comían fetos de ratas como festín en festivales que inventé para hacer más maravilloso el mundo que había construido para mostrar mis dotes de escritora en el concurso. Ahora no sabía qué hacer, no tenía mi pluma secreta para mandarlos de vuelta a su mundo. Así que comencé a escribir con mi propia sangre de período en mi brazo derecho. El izquierdo estaba manchado de estiércol.
Pensé crear un héroe que me ayudara. Cerré los ojos y lo imaginé tan bello como los lirios de los lagos que había en el jardín botánico de mi tierna tierra. De pronto, sentí como algo frío me atravesó la garganta de tajo a tajo y caí como una doncella en brazos del recién creado. Él también se había puesto en mi contra. Mi héroe no era un héroe. Era un villano. El más despiadado. Entonces de él noté que manaba brea, o más bien de su boca. Me besó en la frente de manera ceremonial y me susurró al oído con una voz de seda, melodiosa, viril.
«Vida por Vida, MAMÁ».
Vanessa Sosa
Mérida, Venezuela (1986). Historiadora del Arte (2018) egresada de la Universidad de Los Andes. Actualmente, ejerce como Bibliotecaria en una institución. Es una escritora que se considera aprendiz y también autodidacta. Inició en el mundo de la escritura en el año de 2018 con pocos microcuentos y microrrelatos, que transformó después, en relatos más extensos. Se especializa en el género fantástico porque es el que más escribe, sin embargo, considera que hay mucho por mejorar.
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